De esta guisa, y esperando que el pelo se fuera marcando, pasé al improvisado apartado de vestuario, entre biombos. Multitud de caballetes, con abrigos, vestidos, cinturones, camisas y bolsos de la época, colgaban por doquier. Ahora había que buscar la talla y el modelo. Al final, tras algunos intentos, me decanté por una falda de grandes cuadros blancos y grises y un jersey rosa, de punto y canalé, de manga francesa. Con los rulos en la cabeza, apenas me podía vestir bien, pero todo era por una buena causa. Como colofón, unos zapatos negros con cordones y un bolso a juego. El conjunto lo completó un abrigo de lana beis de grandes solapas y botones. Así me tocó pasar por maquillaje, sin abrigo claro, donde varios profesionales se afanaban en dar los retoques necesarios para que no desentonáramos en la serie. Isabel se encargó de que yo apareciera guapa y creíble en la toma. Me dio un poco de base de maquillaje y un suero, y después comenzó con las sombras, el eye liner negro (muy propio del maquillaje de la época), el rímel y, para finalizar, el pinta labios: “uno neutro, porque en la época no se llevaban los colores fuertes”, me dijo. Mi último detalle fueron los pendientes, dorados y con grandes perlas. Ya estaba transformada en una periodista de los años 60. Eso sí, parecía mucho más mayor.